En este tiempo una de mis mayores certezas es que para comprender la arteterapia no basta con leer o escuchar sobre ella, sino que es fundamental la VIVENCIA, conocer en primera persona y desde el propio cuerpo lo que ocurre cuando habitamos el arte. Ese arte que, a través de la materia, la música, la danza, el canto, la palabra escrita, etc. nos lleva a un conmovedor y sensible viaje hacia nosotras mismas, incluidas nuestras memorias, creencias, certezas, heridas, cuerpos, deseos y tanto más.
El arte siempre ha tenido y sigue teniendo un rol importantísimo en las culturas ancestrales y actuales, mucho de lo que sabemos es gracias a vestigios y pistas que nos ha dejado; arte ritual, arte de conexión con la vida y la muerte, arte como denuncia. El arte no ha estado ajeno a los contextos históricos y ha venido siendo un hilo conductor, ya sea para reafirmar y sostener al patriarcado, como también para develarlo, denunciarlo y crear fugas.
Cuando situamos el arte en la arteterapia feminista este hilo se transforma en un hilo sagrado de conexión con la vida, con el adentro y con el afuera, con el arriba y con el abajo. Un firme hilo que se entrelaza gracias a hebras y fibras de desobediencia, de rebeldía, de deseos de transformación, de creatividad; de memoria, de amor y ternura.
El arte y la creatividad siempre han estado ahí disponibles como recursos que nos han permitido sobrevivir; cuántas de acá siendo niñas o incluso adultas nos hemos refugiado y sostenido en alguna expresión artística; basta con tomar un poco de distancia, observar nuestra historia e identificar aquellas tecnologías de las que Mafe nos habla y describe en su texto del libro Desobedecer para sanar. Tecnologías que nos han permitido sobrevivir y llegar hasta acá.
Ahora hagamos un breve paralelo entre arterapia y terapia feminista.
Ambas se sitúan desde una crítica al sistema patriarcal, críticas a como dice Rolando Toro, creador del sistema de biodanza en su libro la inteligencia afectiva, críticas a una civilización enferma, una civilización antivida con una catastrófica falta de afectividad.
La expresión artística al igual que la terapia feminista, vienen a devolver la autonomía de la consultante; ella es la creadora de su obra, ella es activa en su proceso de transformación, ocupando un lugar protagónico. Ambas proponen, invitan y facilitan hacernos justicia a través de la elaboración, construcción y recuperación de un relato propio. Ambas terapias se sostienen en la sobrevivencia, en el amor por la vida y en el deseo de un diseño existencial fuera de la lógica patriarcal. Ambas legitiman y dan un espacio de cuidado y respeto al sentir y a la reflexión.
Podríamos estar muchas horas reconociendo estas similitudes, pero lo importante es además, integrar que arte y terapia feminista son 2 desobendientes compañeras que vienen a dialogar y a encontrase a partir de un mismo sentido.
Para mi ese sentido ES absolutamente espiritual, la transformación es espiritual, vivir con presencia, recuperar el cuerpo, la raíz borrada y negada, hacer comunidad, pertenecer, estar integradas, salir de ese diálogo mental para poder conmoverte con un atardecer, sentir, emocionarse, amar, descubrir el propio tiempo, transformarnos juntas, salir del silencio, gozar/te, desear, disfrutar de ti.
La terapia tiene un sentido político-espiritual, nos invita a desplegar nuestros potenciales, saberes, a traer nuestras memorias y genealogías, a reconocer y problematizar el contexto, a recuperar/nos, a tener profundas conversaciones con otras, con nuestro entorno y con nosotras mismas;
Los procesos terapéuticos tienen su propio espacio-tiempo, sabemos que no es fácil desarmar tantas creencias, o ir a reconocer y enfrentar nuestras heridas y/o descubrir quienes somos en libertad y rebeldía. no es fácil recuperar memorias en una cultura negacionista, ni menos habitar la espiritualidad de la que fuimos despojadas desde la colonización. Los espacios-tiempos deben ser orgánicos, respetuosos. Sostener y acompañar requiere de toda nuestra disposición y deseo de estar, desarmar y transformar. Por lo mismo como terapeutas y consultantas podemos recurrir a consignas arte terapéuticas, que además de permitirnos desplegar nuestra tan necesaria y movilizadora creatividad; nos entregará y develará pistas y señales que muchas veces nos vemos, debido a los despistes patriarcales; a la rumia mental, a lo viva que sentimos la herida o a los desconectadas que estamos de nosotras mismas. Utilizar técnicas como la arteterapia nos permitirá abrir ventanas y puertas y nos permitirá contar con nuevos elementos en la terapia, con los cuales podremos dialogar, contemplar, observar, permitiendo integrar y elaborar con mayor distancia y perspectiva los distintos procesos que son parte de nuestra vida.
Por ejemplo conocer el propio tiempo a través de moldear con greda; o con acuarela y lápices representar desde la plástica nuestro miedos; dibujar nuestros pies y plasmar todo aquello que nos afirma y enraíza; desde las semillas ordenar dentro de un círculo todos nuestros pensamientos y así.. es invocar y traer esa creatividad usurpada que necesitamos desplegar en la terapia y en la vida.
Para mi, Memoria, Espiritualidad, Desobediencia, Creatividad, Rebeldía y Libertad son elementos fundamentales, son elementos comunes que dan sustento a la terapia feminista y la arteterapia; sostenidas además por una erótica que debemos abrazar, proteger y avivar. Cuando menciono la erótica me refiero a aquella descrita tan lucida y bellamente por la poeta negra y lesbiana Audre Lorde. cito
“El término erótico procede del vocablo griego eros, la personificación del amor en todos sus aspectos; nacido de caos, eros personifica el poder creativo y la armonía. Así pues, para mí lo erótico es una afirmación de la fuerza vital de las mujeres; de esa energía creativa y fortalecida, cuyo conocimiento y uso estamos reclamando ahora en nuestro lenguaje, nuestra historia, nuestra danza, nuestro amor, nuestro trabajo y nuestras vidas (…) cuando vivimos fuera de nosotras mismas o, lo que es lo mismo, siguiendo directrices externas en lugar de atenernos a nuestro conocimiento y necesidades internos, cuando vivimos de espaldas a esa guía erótica que hay en nuestro interior, nuestras vidas quedan limitadas por factores externos y nos adaptamos a las imposiciones de una estructura que no sé basa en las necesidades humanas, y mucho menos en las individuales, (Lorde, 1978).
Quiero cerrar agradeciendo cada memoria y aprendizaje que vienen de todos los procesos que he acompañado desde las artes y el lenguaje simbólico, no dejo de maravillarme y conmoverme cada vez que tengo enfrente como diría Nise da Silveria, las imágenes del inconsciente, de quien se expresa y muestra genuinamente en contextos arte-terapéuticos-feministas.
Cierro también preguntándoles y preguntándome qué tan seguidos viajamos las terapeutas feministas hacia nosotras mismas? ¿Cómo nos movilizamos hacia la integración? ¿Habitamos las terapeutas feministas esa erótica en nuestras vidas diarias y en el ejercicio de acompañar.
Identifico 3 cuerpos en la terapia situada feminista: el cuerpo de la terapeuta, el cuerpo de la consultante y el cuerpo de pensamiento en el cual ocurre la terapia.
Sobre el primero, el cuerpo de la terapeuta, les puedo contar que, en mi experiencia de vida, vine a darme cuenta que tenía un cuerpo bastante grande, posterior a mi paso por la universidad. Fue en biodanza. Una amiga con la que hablábamos de feminismo en los 90, me pasó el dato, me dijo que fuera a una clase que hacía otra amiga, una feminista ochentera como se describe ella misma, en Concepción. Carmen Durán. En ese espacio, es la primera vez que hablé y habité el cuerpo conscientemente. En una instancia de reapropiación de mi cuerpo, que me permitió re-conectar, reparar y sentir conscientemente mi cuerpo. Fue Carmen quien me mostró, en ese espacio de reconexión con mi cuerpo, que la sexualidad es mucho más amplia que la heterosexualidad. Que era importante encontrar el placer, el goce en relaciones más allá de la pareja o del sexo incluso. Ella fue mi maestra y es mi amiga, con la que aprendí a gozar, a sentir placer arrojadas en una cama grande, donde nos dábamos a la reflexión sobre el feminismo. Gracias a esta escuela de cuerpo consciente feminista, decidí explorar las relaciones lésbicas y entrar en el mundo de las rebeldías lesbianas, que celebramos hoy y desde el 2007, cuando lesbianas feministas que se dieron cita en Chile para el VII Encuentro Lésbico Feminista de Latinoamérica y Caribe 2007, toman este día- el 13 de octubre- para honrar nuestras desobediencias. El primer encuentro de lesbianas feministas se había llevado a cabo en 1987 en México. No es azaroso que hoy, en este encuentro, contemos con la presencia de compañeras de estos dos países, así como de Colombia y Ecuador. Nuestros territorios impulsan a nuestros cuerpos a la insurrección.
Quería partir con esta memoria, para contarles – en primera persona- que mi historia con el lesbianismo es una historia de re-apropiación de mi cuerpo y mi placer. Ha sido el lesbianismo una escuela de respeto, de amor, de augere, de continuum lesbiano, de amor a las mujeres, de amor a mí misma, y de buena vida. Para que sea una experiencia de buen vivir, creo que se requiere una relación de consciencia con el cuerpo y el placer, en primera persona. Tener tu propia experiencia de reapropiación corporal, para que puedas inspirar, motivar y dialogar con las mujeres a las cuales acompañas.
Y ¿qué significa tener una relación consciente con el cuerpo, o la cuerpa?. De acuerdo a mi experiencia, no nos conectamos de un día para otro. El daño es profundo y por ello requiere dedicación. Una relación consciente, es aquella donde pongo-siento-converso e identifico en mi cuerpo, mi pensamiento, mis aprendizajes, inquietudes, rebeldías, malestares. Una relación de consciencia con mi cuerpo -desde la terapia situada feminista- es aquella donde me pregunto por mi cuerpo. ¿Qué siento? ¿Dónde lo siento? ¿Qué estoy deseando? ¿Cómo me siento hoy? ¿Qué siento en esta relación? Y esto en diálogo con el cuerpo de pensamiento feminista en el cual me ubico.
Luego está el cuerpo de la/s consultante, de la mujer a la que acompaño. ¿Qué sé del cuerpo de ella? ¿Cómo son sus heridas en el cuerpo?; ¿cómo estas se manifiestan?; preguntas que pueden ser centrales para entender su sufrimiento.
Para trabajar desde y con el cuerpo de la consultante, necesitamos nosotras – como terapeutas – una relación de conciencia con nuestro cuerpo. Con esto no quiero decir que sea una experiencia de un cuerpo perfecto. Si no, una relación de diálogo, donde puedo encontrar respuestas, sentidos, significados, nudos y desafíos a trabajar en mi propio cuerpo.
Es necesario también tener en cuenta que el cuerpo de quien consulta es un espacio al cual debo tener respeto profundo, una empatía que a veces requiere de paciencia, y también me parece necesario honrar el cuerpo de la consultante. Esto, puede que no siempre sea fácil cuando nos enfrentamos a cuerpos atravesados por la autoindulgencia, la falta de autocuidado, o la autodestrucción. Seguramente estas experiencias nos confrontan de manera particular. Y entender que se trata del cuerpo de la otra, requiere de una profunda ecuanimidad que nos puede otorgar serenidad para tocarla con nuestras palabras y gestos.
También tenemos que entender que el cuerpo de la otra se muestra en toda su vulnerabilidad en el espacio terapéutico y que el poder que tenemos como terapeutas tiene que ser necesariamente usado para el proceso de liberación, sanación y reparación de ella. Por ello, sería fuera de nuestra ética – en el contexto terapéutico- pretender una relación de provecho personal en lo afectivo; de igualdad, horizontalidad o de amistad con ella. Al menos, mientras la relación terapéutica ocurre.
Nuestro cuerpo de terapeutas está ahí para acompañar la fragilidad de la otra, que confía en nosotras, abre su más grande vulnerabilidad para que la escuchemos con empatía, para que confrontemos con dulzura y determinación, y para inspirar desde nuestros cuerpos. Una forma de inspirar a la otra, es trabajando en nuestros propios cuerpos para ser – por ejemplo- expresadas, ofreciendo referencias de movimientos, manifestaciones y actitudes fuera del orden patriarcal. También puede ser un cuerpo relajado, emocionado que puede facilitar una conexión espiritual con la consultante.
Entre el cuerpo propio y el de la consultante, se da una intersección. Compartimos experiencias, dolores y malestares que permiten que nos reflejemos mutuamente. Y esto hace que quien consulta confíe en la terapeuta que es una mujer como ella. Una mujer que también ha vivido la opresión patriarcal. Y que ha tenido o tiene un proceso de conciencia y sanación de sus heridas.
Ambas compartimos el hecho de estar o haber estado desconectadas del cuerpo. Las razones por las que nos desconectamos pueden ser muchas. Desde las más dolorosas como el maltrato en sus distintas formas, que hacen que para sobrevivir, nos desconectemos de eso que duele; hasta las más obvias como es la falta de educación sobre nuestro cuerpo. Obviar el dolor o el malestar, pueden ser estrategias de sobrevivencia en nuestra niñez. Pero a medida que vamos creciendo, si mantenemos una desconexión con el cuerpo, es muy probable que este se manifieste enfermándose, generando malestar, incomodidad, disociación o fragmentación. Hay enfermedades orgánicas, producto del tiempo. No hablo de estas, pues es lógico que el cuerpo se deteriora, se cansa, por razones naturales. Me refiero a las manifestaciones que hace el cuerpo en una especie de reclamo, de protesta, cuando ese silencio que tenemos sobre el cuerpo, ya no nos sirve para sobrevivir, pues cumplió su fecha de vencimiento. Es decir, el silencio se rinde, pues ha sido derrotado; seguramente gracias a una sabiduría ancestral y genealógica de nuestro cuerpo que nos lleva a actualizar la relación con una misma.
Ahí comienza una relación de conocimiento con nuestro cuerpo que considerará el saber cosas como cuál es mi ritmo, mi fisiología y mi energía. Saber qué me produce placer. También es saber cuándo necesitas descansar, cómo se dice No con una expresión determinante, firme e indiscutible. Conectar con el cuerpo te permite percatarte del momento en que tienes que huir, escapar y protegerte de relaciones maltratantes. Conocer tu cuerpo es saber de tu goce, dándote cuenta si ríes o abres el pecho después en el amor. Reparar tu cuerpo te permite construir una postura corporal para vivenciar el triunfo y la seguridad.
Pero no se trata sólo de sentir el cuerpo. Necesitamos conocerle o re-conocerle para confiar en nuestro cuerpo; lo que implica una responsabilidad que necesitamos asumir. Conocer y confiar, serán dos acciones que necesitamos promover en terapia. Dos movimientos o más bien múltiples movimientos del cuerpo. ¿Qué movimientos hace tu cuerpo cuando confía?. ¿Qué movimientos haces para conocer tu cuerpo?
Y en tercer lugar, está el cuerpo político de pensamiento, con el cual hacemos la terapia; que nos dará los elementos e ideas para conocer nuestro cuerpo y por lo tanto confiar (creencia)
¿Con qué cuerpo de pensamiento trabajo? ¿Con qué feminismo dialogo? ¿Cómo este feminismo apoya la reapropiación de mi cuerpo?
Enfrentamos un momento de crisis ideológica del feminismo, con teorías feministas que promueven la creencia de que para alcanzar el bienestar subjetivo y emocional, necesitas cirugías estéticas y cirugías de reasignación sexual; en una especie de reacomodo médico y hormonal del cuerpo. No estoy hablando de performance del género, ni menos de una crítica o enjuiciamiento a quienes consideran que encuentran una respuesta allí. Estoy hablando de ideas y políticas feministas que hacen alianzas con la medicina y la farmacéutica que venden hormonas de por vida. También es crítico el feminismo liberal con todas sus ideas de que nuestros cuerpos mujeres pueden ser o estar al servicio de la explotación sexual con fines comerciales, como es la promoción del reglamentarismo de la prostitución, la venta de óvulos y los vientres de alquiler que luego venden a las guaguas a hombres y mujeres ricos, la venta de mujeres y niñas, la trata. También las teorías de género que hoy se insegurizan y nos cuestionan cuando las mujeres nos nombramos mujeres, lesbianas o reconocemos que nuestros cuerpos tienen vulvas y úteros. Su misoginia y también su lesbofobia hacen que muchas veces nos nombren como cuerpos gestantes o cuerpos menstruantes; aun no escucho cuerpos menopáusicos o climatéricos. Hay una crisis de sentido en el feminismo que se vuelve contra las mujeres y que es misógino. Ese feminismo no es parte de la terapia situada feminista. Pero que tengamos diferencias con estos feminismos, no es para justificar discursos o prácticas de odio, de cancelación, que también los hay. Se trata de otro lugar. De un lugar donde observemos esta diferencia, y trabajemos para que las mujeres podamos continuar haciendo nuestro trabajo como decía Audre Lorde. ¿Cuál es mi/nuestro trabajo?
Para que volvamos a reapropiarnos de nuestros cuerpos y entre otras cosas, logremos liberar a nuestra niña oprimida producto del maltrato de hombres y mujeres que cercenaron nuestra inocencia, necesitamos un feminismo a favor de las mujeres y las niñas. Un/os feminismos que valoren nuestras resistencias de niñas, de púberes, de adolescentes y jóvenes que huimos de la violencia machista de nuestras familias de origen, que inventamos estrategias de supervivencia mental y emocional en medio del caos patriarcal. Unos feminismos que reconozcan que las mujeres existimos con un cuerpo que tiene una biología, hormonas, 1 o dos úteros, vulva, vagina, ovarios, senos, grasa, rollos; y que este cuerpo tiene una historia biográfica particular y general que compartimos en este patriarcado; una biografía de niña y adolescente mujer que nos hizo vulnerables, dulces, traviesas y estrategas para sobrevivir en medio de tanta opresión.
Un cuerpo político de pensamiento que nos permita ponernos en primer lugar, a nuestros cuerpos. Lo que no significa que podamos pensar y empatizar con otros cuerpos oprimidos y trabajar en alianzas.
Necesitamos un cuerpo de pensamiento feminista, crítico y espiritual; con el fin de encontrarnos tranquilas, satisfechas, alegres, gozosas, amadas, respetadas, reconocidas. No basta con sólo sentir el cuerpo, habitarlo. Necesitamos que este sentir-habitar entre en diálogo con nuestra conciencia feminista para diseñar nuestra vida y construir nuestros proyectos. De lo contrario, si sólo se trata de sentir, corremos el riesgo de que este sentir se acople a ideas dominantes, hegemónicas, masculinistas y neoliberales, disfrazadas de empoderamiento y liberalismo que se tomaron del feminismo para decir Mi cuerpo es mío, yo decido. ¿Pero qué decide el cuerpo? No se trata de simples decisiones en base al sentir, como si se tratase de un sentimentalismo feminista. Pues arriesgamos tomar decisiones desfavorables para nuestras vidas cuando lo hacemos sin la conciencia suficiente- en espacios, territorios y relaciones no seguras – dominadas por el clasismo, el racismo, el sexismo, el fascismo, los fundamentalismos y las creencias religiosas que muchas veces seguimos teniendo.
Antes de compartir mi experiencia con el uso de plantas medicinales en el marco de la terapia feminista, quiero situarme y contarles desde qué lugar les hablo. No me reconozco como experta en herbolaria ni como fitoterapeuta. Soy psicoterapeuta feminista y aprendiz autodidacta de herbolaria, con algunos años de experiencia en el cultivo de plantas medicinales. He transitado temporadas de estudio en herbolaria y fitoterapia, y he buscado activamente espacios de intercambio de saberes con otras mujeres que también trabajan con plantas.
Mi motivación para integrar este conocimiento como herramienta dentro de la terapia feminista nace desde una experiencia personal: la búsqueda y el reconocimiento de mi espiritualidad y de mi linaje materno. Esa búsqueda me llevó, en primer lugar, al cultivo, al cuidado y a la observación atenta, y luego a la medicina de las plantas como un modo de atender mi cuerpo y gestionar mi propia salud.
A partir de esa conexión, comencé a construir y cuidar huertas. Trabajé durante dos años en un vivero de plantas medicinales, sembrando, reproduciendo, cultivando, cosechando y secando. En ese vínculo cotidiano con la tierra, fui forjando una relación directa con el mundo botánico y herbolario. Empecé a estudiar con más profundidad, a intercambiar saberes con otras mujeres del vivero y a elaborar preparados que primero experimenté conmigo y con amigas. Ese mismo año inicié mi formación en Terapia Feminista en Casa Mundanas, y comencé a preguntarme —y a probar— cómo podía integrar esta herramienta al acompañamiento terapéutico, para traer al cuerpo, los sentires, las memorias, lo materno y la salud al centro de los procesos de terapia.
La primera reflexión que quisiera compartir es que el uso de plantas medicinales en la terapia feminista no trata de «indicar» una planta o un remedio desde un lugar jerárquico de saber, donde yo defino lo que la otra necesita. Lo que busco es que sea la consultante quien conecte, decida e intencione si desea establecer una relación con esa planta. Esta integración no se limita a lo físico o químico, sino que incorpora la agencia personal, el contexto, la espiritualidad, la memoria y el linaje materno, como parte de una búsqueda autónoma de sentido y de un vínculo más consciente con el cuerpo y la salud.
Hablar de tener agencia sobre nuestra salud, para mí, implica volver al cuerpo, conocerlo, escucharlo, y cuestionar la entrega ciega que muchas veces hacemos a la medicina farmacológica. El uso de plantas medicinales en terapia abre caminos para recuperar y resignificar nuestro cuerpo como primer territorio, como una acción situada y rebelde frente a un sistema que nos quiere desconectadas de nosotras mismas.
Desde este enfoque, cuando una consultante siente que tiene sentido incorporar una planta medicinal en su proceso, propongo y facilito distintos caminos para entrar en relación con ella.
Uno de esos caminos es volver a las memorias y a la genealogía materna. Muchas veces, al mirar hacia atrás, emergen recuerdos con abuelas, madres o tías como portadoras de saberes sobre hierbas, a través de infusiones, decocciones, vahos, sahumos, compresas. También surgen memorias olfativas vinculadas a la cocina, al jardín o a la huerta, que nos conectan afectiva y espiritualmente con nuestra biografía y las plantas. En este trabajo, acompaño el uso de la planta junto con una revisión del linaje materno: vamos hilando las memorias de lo materno y de las mujeres de nuestra familia en relación con la salud, los cuidados y las plantas, reconociendo la resistencia de estos saberes transmitidos de forma oral entre mujeres.
Algunas preguntas que guían este proceso son:
¿Cuál es mi relación con las plantas? ¿Qué plantas se usaban en mi familia? ¿Quiénes eran las portadoras de esos saberes? ¿Cómo se transmitieron? ¿Qué memorias guarda mi cuerpo en relación a los cuidados con plantas?
Otro camino es preguntarnos cómo y por qué enfermamos, cómo nos relacionamos con nuestro cuerpo y cómo gestionamos nuestra salud. La medicina alopática y la industria farmacéutica, históricamente aliadas del patriarcado, han deslegitimado saberes ancestrales, patologizado nuestros cuerpos y promovido su silenciamiento para garantizar su funcionalidad en el sistema capitalista y neoliberal. Desde un trabajo de autoconciencia, podemos identificar cómo el cuerpo —nuestro primer territorio— está atravesado por discursos misóginos, violentos y de productividad que también moldean la forma en que lo habitamos.
Aquí, el uso de plantas medicinales se integra como parte de una resignificación del cuerpo, de la enfermedad y de la salud desde una mirada política, situada y autónoma. Una forma de resistencia y empoderamiento que busca reconectar con los sentires, los síntomas y las expresiones del cuerpo desde un enfoque integral.
Algunas preguntas que emergen en este camino son:
¿Qué vínculo tengo con mi cuerpo? ¿Qué discursos lo atraviesan? ¿Por qué enfermamos? ¿Cómo gestiono mi salud?
Un tercer camino de integración tiene que ver con el goce, los sentidos y la recuperación del erotismo. En este espacio, las plantas medicinales —a través de sus aromas, texturas, colores, sabores— pueden ayudarnos a explorar sensaciones, estados emocionales y a reconectar con el placer y la sexualidad. Este trabajo busca apoyar el re-acuerpamiento y la recuperación de una sexualidad propia y consciente.
Nos preguntamos:
¿Cómo habito mi cuerpo desde el placer? ¿Qué aromas, texturas o imágenes me conectan con mi erotismo? ¿Cómo pueden acompañarme las plantas en ese proceso?
Finalmente, el cuarto camino que quisiera compartir tiene relación con el deseo de conectarnos con otros ritmos de vida. Desde una mirada decolonial, cuestionamos el tiempo productivo que nos exige rendimiento constante, que enferma nuestros cuerpos y arrebata el tiempo para el ocio, el descanso y la creatividad. En este sentido, cultivar y cosechar plantas medicinales puede ser una herramienta poderosa para sintonizar con otros ciclos, con la naturaleza y con nuestra propia espiritualidad, desde nuestras condiciones materiales y simbólicas como mujeres.
Aquí, nos preguntamos:
¿Cómo conecto con mi espiritualidad? ¿De qué manera el cultivo o la jardinería me acercan a mi cuerpo y a lo espiritual? ¿Qué ritmos, tiempos y ciclos resuenan con mi salud?
Espero que estas reflexiones hayan motivado las preguntas y los deseos de seguir hilando juntas la terapia feminista situada y sus herramientas, para co-construir conocimiento y seguir acompañando a mujeres en sus procesos de transformación.
Desde la terapia feminista situada, entendemos el diagnóstico como una construcción contextual, histórica y política, que debe ser compartida y discutida con la consultante, no impuesta como una verdad absoluta o un destino inevitable. No somos nuestros diagnósticos. Podemos tener síntomas, nombres provisorios para ciertos malestares, pero nuestra subjetividad no se reduce a una etiqueta.
El diagnóstico, en tanto clasificación realizada por comunidades de especialistas —en contextos específicos de poder y economía política—, ha estado lejos de ser neutral. Su historia está profundamente atravesada por sesgos patriarcales, clase, raza y normatividades, y ha operado especialmente sobre los cuerpos y psiquismos de las mujeres como una forma de control y silenciamiento. La psiquiatría, junto a la industria farmacéutica, ha favorecido la patologización de la vida, y muchas veces ha actuado como dispositivo de normalización de la violencia estructural.
Por eso cuestionamos el diagnóstico como un mecanismo de poder que, si se usa sin cuidado, puede estigmatizar, medicalizar innecesariamente. Hemos visto diagnósticos que dañan más de lo que ayudan, que funcionan como cárceles simbólicas y que terminan limitando el relato vital de quienes acompañamos.
Sin embargo, también reconocemos que en ciertos contextos el diagnóstico puede ser una fuente de alivio, un punto de inicio para la comprensión y la posibilidad de tratamiento. Para algunas personas, tener un nombre para su malestar les permite validar lo que sienten, organizar sus experiencias y buscar apoyo. En esos casos, el diagnóstico se vuelve una voz más entre muchas otras, no la principal, dentro de un mapa amplio y complejo de la subjetividad.
Desde la terapia feminista situada, acompañamos a las mujeres a reflexionar sobre el sentido que tiene para ellas ese diagnóstico: ¿para qué lo buscan?, ¿qué les ofrece?, ¿qué consecuencias trae en su vida?, ¿qué implicancias tiene identificarse con esa categoría?, ¿cómo podemos reinterpretarlo o integrarlo desde una mirada más amable, más situada, más comprensiva? Esto implica también educar sobre el origen de los sistemas diagnósticos como el DSM o el CIE, su carácter consensuado y muchas veces arbitrario, y ofrecer otras formas de entender el malestar de las mujeres.
No se trata de negar el diagnóstico, sino de complejizarlo. De mirar también su genealogía, su historia, sus efectos, sus límites. Porque muchas veces, detrás de un diagnóstico como TDA, autismo, bipolaridad o trastorno límite de la personalidad, lo que encontramos son historias de trauma complejo, violencia estructural, silenciamientos, abusos, racismo, pobreza, misoginia. Vemos que muchas mujeres diagnosticadas, al recorrer su memoria, se descubren sobrevivientes. Y es ahí donde emerge un potencial profundamente político y sanador: cuando pueden nombrar y resignificar su historia más allá del diagnóstico, saliendo del lugar de víctima o padeciente, y recuperando el poder y control sobre la propia vida.
Por eso, como terapeutas feministas, nos posicionamos en una práctica que no gira en torno al diagnóstico, sino en torno al acompañamiento consciente, crítico, corporal y afectivo de los procesos de quienes nos consultan. Proponemos miradas que integren la historia vital, el cuerpo, el contexto sociopolítico, la espiritualidad, la creatividad, el juego, la naturaleza, las plantas, el arte, el deseo, la comunidad. Porque creemos en una comprensión del malestar que no solo venga de la psiquiatría o la neurociencia, sino también de los saberes feministas, ancestrales y populares.
Nos preguntamos, entonces, ¿qué otras lecturas podemos ofrecer del diagnóstico cuando nos situamos desde una ética feminista y crítica de las hegemonías patriarcales? ¿Qué significa para una mujer diagnosticarse, por ejemplo, como «neurodivergente», cuando ese término muchas veces aparece como un sucedáneo de comunidad, de pertenencia, de sentido? ¿Estamos frente a un riesgo de mercantilización de las etiquetas que debería alertarnos? ¿Dónde queda la experiencia subjetiva, el trabajo profundo, la autoconciencia, cuando el diagnóstico se convierte en una identidad fija?
No negamos que, ante sufrimientos profundos o situaciones de crisis, los diagnósticos y la medicación puedan ser necesarios, tanto para regular un desorden neuroquímico, como para lograr, en contextos institucionales, las pausas necesarias en la vida laboral (licencias médicas) o las adecuaciones en los contextos educativos. Pero nos preocupa el uso banalizado y acrítico del diagnóstico como una suerte de atajo frente al dolor psíquico, un modo de anestesia subjetiva o de control social. Nos preocupa también cómo ciertos diagnósticos se distribuyen masivamente entre las mujeres, como si fueran nuevas cárceles simbólicas, como lo fue la histeria en el siglo pasado y lo es hoy, quizás, la depresión o el trastorno límite de la personalidad.
Por eso insistimos en recuperar una práctica clínica que escuche el cuerpo, la historia, las violencias, las resistencias. Que recupere genealogías de mujeres que han hablado desde sus experiencias, sus saberes y su memoria encarnada. Que apueste a procesos terapéuticos transformadores donde el diagnóstico, si está presente, no clausure ni defina, sino que se integre críticamente en el camino de la autoconciencia y de la libertad de las mujeres.