Diagnóstico psiquiátrico: una mirada feminista situada
Equipa Centro de Terapia Casa Mundanas

Desde la terapia feminista situada, entendemos el diagnóstico como una construcción contextual, histórica y política, que debe ser compartida y discutida con la consultante, no impuesta como una verdad absoluta o un destino inevitable. No somos nuestros diagnósticos. Podemos tener síntomas, nombres provisorios para ciertos malestares, pero nuestra subjetividad no se reduce a una etiqueta.

El diagnóstico, en tanto clasificación realizada por comunidades de especialistas —en contextos específicos de poder y economía política—, ha estado lejos de ser neutral. Su historia está profundamente atravesada por sesgos patriarcales, clase, raza y normatividades, y ha operado especialmente sobre los cuerpos y psiquismos de las mujeres como una forma de control y silenciamiento. La psiquiatría, junto a la industria farmacéutica, ha favorecido la patologización de la vida, y muchas veces ha actuado como dispositivo de normalización de la violencia estructural.

Por eso cuestionamos el diagnóstico como un mecanismo de poder que, si se usa sin cuidado, puede estigmatizar, medicalizar innecesariamente. Hemos visto diagnósticos que dañan más de lo que ayudan, que funcionan como cárceles simbólicas y que terminan limitando el relato vital de quienes acompañamos.

Sin embargo, también reconocemos que en ciertos contextos el diagnóstico puede ser una fuente de alivio, un punto de inicio para la comprensión y la posibilidad de tratamiento. Para algunas personas, tener un nombre para su malestar les permite validar lo que sienten, organizar sus experiencias y buscar apoyo. En esos casos, el diagnóstico se vuelve una voz más entre muchas otras, no la principal, dentro de un mapa amplio y complejo de la subjetividad.

Desde la terapia feminista situada, acompañamos a las mujeres a reflexionar sobre el sentido que tiene para ellas ese diagnóstico: ¿para qué lo buscan?, ¿qué les ofrece?, ¿qué consecuencias trae en su vida?, ¿qué implicancias tiene identificarse con esa categoría?, ¿cómo podemos reinterpretarlo o integrarlo desde una mirada más amable, más situada, más comprensiva? Esto implica también educar sobre el origen de los sistemas diagnósticos como el DSM o el CIE, su carácter consensuado y muchas veces arbitrario, y ofrecer otras formas de entender el malestar de las mujeres.

No se trata de negar el diagnóstico, sino de complejizarlo. De mirar también su genealogía, su historia, sus efectos, sus límites. Porque muchas veces, detrás de un diagnóstico como TDA, autismo, bipolaridad o trastorno límite de la personalidad, lo que encontramos son historias de trauma complejo, violencia estructural, silenciamientos, abusos, racismo, pobreza, misoginia. Vemos que muchas mujeres diagnosticadas, al recorrer su memoria, se descubren sobrevivientes. Y es ahí donde emerge un potencial profundamente político y sanador: cuando pueden nombrar y resignificar su historia más allá del diagnóstico, saliendo del lugar de víctima o padeciente, y recuperando el poder y la autonomía sobre la propia vida.

Por eso, como terapeutas feministas, nos posicionamos en una práctica que no gira en torno al diagnóstico, sino en torno al acompañamiento consciente, crítico, corporal y afectivo de los procesos de quienes nos consultan. Proponemos miradas que integren la historia vital, el cuerpo, el contexto sociopolítico, la espiritualidad, la creatividad, el juego, la naturaleza, las plantas, el arte, el deseo, la comunidad. Porque creemos en una comprensión del malestar que no solo venga de la psiquiatría o la neurociencia, sino también de los saberes feministas, ancestrales y populares.

Nos preguntamos, entonces, ¿qué otras lecturas podemos ofrecer del diagnóstico cuando nos situamos desde una ética feminista y crítica de las hegemonías patriarcales? ¿Qué significa para una mujer diagnosticarse, por ejemplo, como «neurodivergente», cuando ese término muchas veces aparece como un sucedáneo de comunidad, de pertenencia, de sentido? ¿Estamos frente a un riesgo de mercantilización de las etiquetas que debería alertarnos? ¿Dónde queda la experiencia subjetiva, el trabajo profundo, la autoconciencia, cuando el diagnóstico se convierte en una identidad fija?

No negamos que, ante sufrimientos profundos o situaciones de crisis, los diagnósticos y la medicación puedan ser necesarios, tanto para regular un desorden neuroquímico, como para lograr, en contextos institucionales, las pausas necesarias en la vida laboral (licencias médicas) o las adecuaciones en los contextos educativos. Pero nos preocupa el uso banalizado y acrítico del diagnóstico como una suerte de atajo frente al dolor psíquico, un modo de anestesia subjetiva o de control social. Nos preocupa también cómo ciertos diagnósticos se distribuyen masivamente entre las mujeres, como si fueran nuevas cárceles simbólicas, como lo fue la histeria en el siglo pasado y lo es hoy, quizás, la depresión o el trastorno límite de la personalidad.

Por eso insistimos en recuperar una práctica clínica que escuche el cuerpo, la historia, las violencias, las resistencias. Que recupere genealogías de mujeres que han hablado desde sus experiencias, sus saberes y su memoria encarnada. Que apueste a procesos terapéuticos transformadores donde el diagnóstico, si está presente, no clausure ni defina, sino que se integre críticamente en el camino de la autoconciencia y de la libertad de las mujeres.

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